domingo, 31 de diciembre de 2006

Sobre la felicidad y el deseo...



He leído que ”los humanos ponemos más empeño en evitar lo que tememos que en conseguir lo que deseamos”. Tal vez porque menospreciamos la felicidad, de tan inalcanzable como se nos presenta o como la concebimos, o simplemente por impaciencia, pues alguien (cuyo nombre no recuerdo tampoco) dijo a su vez que “la espera del placer es en sí misma placer”. Y sin meternos a evaluar el concepto de felicidad y su asociación al placer, debemos al menos enfrentarnos a la distinción entre felicidad vivida y felicidad imaginada, ya que son tan distintas.
La felicidad vivida sólo se reconoce en el recuerdo, salvo intensas y reconocibles ocasiones, porque de la vida presente siempre se espera algo más. El deseo nos impide sentirla y, a veces, no reconocerla hasta que ya ha pasado, y la hemos perdido. Por eso, el deseo que, paradógicamente, impide la plenitud de la felicidad es, a su vez, la felicidad imaginada, esperada, que no sabemos si alcanzaremos. Así que la única posibilidad de ser felices es adecuar los deseos al ámbito de lo posible y conjugar las fuerzas necesarias para que se cumplan. Alcanzar la felicidad imaginada en la realidad y poder sentirla como tal, identificarla. No siendo así, determinar la felicidad ya vivida, pasada, es elegir situaciones del recuerdo y definirlas como felicidad, casi sin haberlas sentido como tales cuando eran presente.
Pero la felicidad no estriba siempre en la consecución de los deseos, es más bien la capacidad de vivir con plenitud, con plena consciencia, cada meta conseguida, y a la vez disfrutar del esfuerzo y el empeño puestos en ella; como “la espera del placer es en sí misma…”. Aunque los deseos si se alcanzan, generalmente vienen precedidos de la angustia que nos ha producido el coste, el trabajo, la incertidumbre, el tiempo que hemos invertido en conseguirlos; y a menudo cuando llegamos a ellos parece que no hayan merecido el esfuerzo. Están devaluados, tienen menos valor que el precio que hemos pagado en espera esforzada. Tal vez la clave de la felicidad está en la elección de los deseos (según Hobbes) o, llegados a este punto, en el control absoluto sobre ellos. Y qué mayor control que excluirlos de nuestra dinámica vital, la ausencia de deseo de la filosofía oriental, la lucha contra la tendencia instintiva, pasional, de la mente, para la elevación a una conciencia superior, en sintonía con el orden equilibrado de fuerzas cósmicas y en armonía con el resto de seres que componen la estructura en equilibrio de la vida.
Pero sin deseos ¿dónde se encuentra el empuje, el impulso para el avance? La promesa de felicidad en muchas religiones se basa en la aceptación de la infelicidad (cristianismo, hinduismo) e incluso en la muerte (islamismo) y dicha promesa genera inmovilismo y sometimiento del individuo y de la sociedad. Esta aceptación del destino es inmovilizadora como lo es la negación de los deseos abocada a la indolencia. Pero no se trata de negarlos o rechazarlos cuando existen, sino descartarlos de la posibilidad de elección. No habremos de elegir el deseo, que es una proyección interna de nuestra mente sobre el futuro, que siempre es incógnito e incierto, sino elegir la vivencia que es identificación, conocimiento, contacto con el presente, la única certeza, por incierta que parezca a menudo.
(-Chisss! ¿La certeza destruye la magia?
–No, sólo la explica.
-Ah!)

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